Era jueves, por la mañana, yo tenía mucho mucho sueño y los ojos pegados por las legañas cuando llegué a la cocina. Mi madre tenía puesta como todos los días aquella pequeña radio portátil gris, que hablaba y hablaba. Trate de comentarle algo, pero me mandó callar, al parecer debían de estar "volviendo hablar del señor aquel con bigote, la política es muy aburrida'' (pensé, refiriéndome a Aznar). Y es que a mi por aquel entonces las noticias ni me interesaban, ni las entendían.
Ella trató de explicarme lo sucedido, pero tampoco conocía lo que realmente había pasado, así que la información que a primera hora traté de dar a mi profesor, mientras nos afanábamos en subir las escaleras, era muy escueta. Hablaba de E.T.A. y de un accidente, y mi maestro me miró como si me lo estuviese inventado. Sin embargo a la hora de la comida todo Madrid conocía ya el suceso.
En esos días no se hablaba de otra cosa, los niños jugábamos al 11-M en el patio del colegio, y la ciudad se había vestido de luto. Yo no comprendía porque eran tan pesados, porque la radio insistía tanto, y es que yo tampoco entendía lo que 200 muertos significaban.Recuerdo que la cifra fluctuó bastante, y tardó varias jornadas (que a mi me parecieron semanas) antes de establecerse. Y es un número que nunca olvidaré: 192.
Y fue este mismo número,con la perspectiva que los años me dieron del accidente, que años más tarde escribí en mi chaleco punk. Estando un día de verano tirada entre amigos en un parque céntrico de Madrid un colega señaló a la cifra, y me preguntó el motivo. Cuando se lo conté el me confesó que su tío era uno de esos trabajadores, uno de esos números. Y es que gran parte de los que cogieron ese condenado tren, eran trabajadores de Cercanías. Maldito Atocha.
Esa noche cené en casa de mi tía Pili con mis primos, y les conté lo que me había sucedido aquella tarde. La respuesta que recibí de mi prima no me la habría esperado ni en un millón de años. ''Mi padre era el jefe de seguridad de las obras de Cercanías por entonces'' dijo, ''aquel día tenía una lista de nombres, y tuvo que llamar el mismo a las madres, mujeres e hijos, de aquellos currantes que no habían llegado a su puesto''.
Con esto no quiero contar ninguna historia lacrimógena del 11-M, pues no tengo ninguna anécdota de conocidos que allí muriesen, o que perdiesen el tren y gracias a eso se salvasen. Simplemente trato de trasmitir el desconcierto que Madrid vivió entonces, y es que yo pertenezco a una generación que dedicaba los recreos a fingir identificar cadáveres, a encontrar piernas y brazos por las vías, o a ser el ángel salvador tras los estallidos. Soy de una generación que no entendía porque su ciudad se había vestido de luto, ni el motivo por el cual nos sacaban de clase para guardar tres minutos del silencio en el patio. Y es que ''192 muertos'' para nosotros no significaba nada. Nos interesaba más el último partido del Atlético de Madrid. Aunque suene frío.
Cuando quedábamos por las tardes, investigábamos que tenían en común el 11-S (que sucedió siendo yo aún más pequeña, y que al verlo en la televisión pensé que era ''una peli de mayores'') y el 11-M. Y es que en medio de aquel revuelo, de aquellos días, ni nuestros padres ni los medios de comunicación hablaban de otra cosa. Éramos niños en unas semanas en las cuales Atocha brillaba a la luz de las velas durante toda la noche, donde cientos de mensajes se escribían a diario en el muro.
Hoy hace 11 años de eso. Y esa imagen, junto con el amasijo de hierro que antes era un vagón, y gente corriendo por algo que parecía el metro, se repetía una y otra vez, en los noticieros, radios, periódicos, pancartas... e incluso a través de la ventanilla del coche cuando pasaba por delante de la estación. Gracias por leerme. Nunca olvidaré ese número: 192
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