Como vereís estoy retomando ''Miriam'', con bastante placer, he de decir. Estoy cogiendo mucho afecto a este nuevo personaje: Vidriera. En las próximas publicaciones iré relatando su historia.
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Así
pues, cuando la campana de la puerta de la entrada principal sonó,
fue Federico, y no Pilar, quien abrió al viejo cura. Al ser buenos
amigos, podía permitirse saltarse ciertas fases del protocolo.
Dentro,
la mesa estaba puesta con excelente gusto, la fuente repleta de carne
asada con patatas humeaba en centro, junto a un par de candelabros
con flores. Habían colocado una tabla de madera auxiliar para que
todos los comensales pudiesen ocupar sitio amplios, pues la anterior
ve, habían estado un poco justos. Las luces estaban encendidas a
pesar de aún ser de día a las ocho de la tarde, pero la luz que se
filtraba era fría y húmeda, de primavera, mientras que la del
interior cálida y acogedora. Toda la vivienda olía a comida, y
absolutamente todo tenía un aspecto delicioso, Marisa se había
encargado de que así fuese.
Muy a
su pesar la mujer tenía que aguantar las discretas burlas de su
mejor amiga, Pilar, quien se empeñaba en decir que estaba coladita
por el Padre Vidriera, y que nunca ponía tanto empeño, como en las
tardes que este acudía a cenar. Marisa se reía, y replicaba que eso
era imposible: ella era una mujer agraciada (o eso pensaba), que a
menudo se saltaba la misa dominical y que ya contaba con demasiados
años. Además, el Padre era un hombre comprometido con Dios, y ella
respetaba aquello con fervor. Sin embargo, y para su vergüenza, no
pudo negar que el corazón se le aceleró al verle, y que un sutil
rubor llegó hasta sus marcadas mejillas. Aunque ella lo desmintiese,
era una mujer muy atractiva, una de esas personas, a la que las
arrugas le sientan bien.
En
esta ocasión, ni Miriam, ni Pilar, ni Marisa se sentarían en la
mesa. Ya no solo por el hecho evidente de que tenían que servir a
los comensales, si no porque la regordecha trabajadora no simpatizaba
demasiado con el párroco, ni este con ella, pues no trataba de
ocultar su desprecio a la iglesia y su indiferencia ante la religión
cristiana. Así pues, a pesar de ser la tía de los muchachos en
honor a los cuales se celebraba la velada, permaneció de pie o en la
cocina, donde cenó con sus iguales los restos de la comida de ese
mismo día.
De
fondo, sonaba una suave melodía tocada al piano, no era un pieza
musical conocida ni de ningún valor, pero aportaba una presencia
elegante al acto. El propio Federico había escogido ese disco, por
tener el equilibro perfecto entre el buen gusto y el no suponer un
estorbo o una distracción para la conversación.
Mientras
tomaban asiento, el Padre Vidriera reconoció a los chicos que esa
misma mañana habían acudido a la misa, bueno, más bien reconoció
a Inés, con las manos reposadas sobre la tela color marfil de su
vestido, en una postura educada y sumisa. Algo dentro de esa chica le
trasmitía una sensación de paz y tranquilidad extraordinaria. Era
una muchacha pura, que a pesar de su belleza, jamás pensaría en
tocarla, ni siquiera era ese tipo de belleza... era la belleza de la
bondad y la amabilidad, era como una virgen de uno de eso lienzos,
hermosa y maternal: perfecta. Le dirigió una sonrisa antes de mirar
de reojo a la mujer de pelo canoso, esbelta y viuda, que estaba de
pie cerca del marco de la puerta, y que aguardaba a que todos se
acomodasen para poder servir el vino. ¡Qué esposa tan ideal para
alguien de su edad!, reflexionó distraído. El ya no buscaba el amor
carnal (si es que alguna vez lo busco), lo que el quería ahora, y lo
que echaba en falta, era una mujer que le acompañase al llegar a
casa, que le ayudase a ataviarse para dar la misa, y que le diese
amor y cariño. Pero por su condición de cura, eso fue algo que
jamás tubo, y ahora lo añoraba con todas sus fuerzas... A veces el
precio a pagar por ser servidor de Dios, es difícil y muy alto, y el
comenzaba a preguntarse si ya a su edad podría aportar algo bueno a
la Iglesia, y de si merecía la pena sacrificarlo todo por esa vida.
Absorto
en sus pensamientos, volvió a la realidad cuando Miriam, un muchacho
travieso que jugaba a lanzar piedras en la Plaza, le preguntó si
deseaba beber vino. Vidriera se quedó un segundo quieto, sin saber
que responder, y luego aceptó la oferta, deseando que fuese Marisa
quien le sirviera la copa.
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